lunes, 26 de marzo de 2012

Las Cruzadas: Yihad de la Iglesia Católica


Soldado Cruzado
Se conoce como «Cruzadas» a las expediciones que, bajo el patrocinio de la Iglesia Católica emprendieron los cristianos contra el Islam con el propósito de rescatar el Santo Sepulcro y para defender luego el reino cristiano de Jerusalén. La palabra "Cruzada" fue la "guerra a los infieles o herejes, hecha con asentimiento y/o en defensa de la Iglesia Católica". Aunque durante la Edad Media las guerras de esta naturaleza eran frecuentes y numerosas, sólo han conservado la denominación de "Cruzada" las que se emprendieron desde 1.095 hasta 1.270, y que en total fueron ocho: cuatro a Palestina, dos a Egipto, una a Constantinopla y una a África del Norte. Las causas de las Cruzadas deben buscarse, no sólo en el fervor religioso de la época, sino también en la hostilidad creciente del Islamismo, en el deseo de los pontífices de extender la supremacía de la Iglesia Católica sobre los dominios del Imperio Bizantino, en las vejaciones que sufrían los peregrinos que iban a Tierra Santa para visitar los Santos Lugares y en el espíritu aventurero de la sociedad feudal. Cuando los turcos selúcidas (selyúcidas) se establecieron en Asia Menor en 1.055 destruyendo el Imperio Árabe de Bagdad, el acceso al Santo Sepulcro se hizo totalmente imposible para los peregrinos cristianos. Un gran clamor se levantó por toda Europa, y tanto los grandes señores como los siervos acudieron al llamamiento del papa Urbano II. Los caballeros aspiraban a combatir para salvar su alma y ganar algún principado, los menestrales soñaban hacer fortuna en el Oriente, país de las riquezas, los siervos deseaban adquirir tierras y libertad. 

En el Concilio de Clermont, ciudad situada en el centro de Francia, el papa Urbano II predicó la Primera Cruzada, prometiendo el perdón de los pecados y la eterna bienaventuranza a todos cuantos participasen en la campaña. "Vosotros, los que habéis cometido fratricidio -decía el Santo Padre-, vosotros, los que habéis tomado las armas contra vuestros propios padres, vosotros, los que habéis matado por paga y habéis robado la propiedad ajena, vosotros, los que habéis arruinado viudas y huérfanos, buscad ahora la salvación en Jerusalén. Si es que queréis a vuestras propias almas, libraos de la culpa de vuestros pecados, que así lo quiere Dios..." "¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!" -gritaron a una voz millares de hombres de todas las clases sociales, reuniéndose en torno del Papa, para recibir cruces de paño rojo que luego fijaban en su hombro izquierdo como señal de que tomaban parte en la campaña. 

Pedro el Ermitaño recorrió los burgos y campos de Italia y Francia predicando la Cruzada a los humildes. Era un hombre de pequeña talla, de faz enjuta, larga barba y ojos negros llenos de pasión; su sencilla túnica de lana y las sandalias le daban un aspecto de auténtico asceta. Las multitudes le veneraban como si fuera un santo y se consideraban felices si podían besar o tocar sus vestidos. Reunió una abigarrada muchedumbre de 100.000 personas, entre hombres, mujeres y niños. La mayoría carecía de armas, otros se habían llevado las herramientas, enseres de la casa y ganado, como si se tratara de un corto viaje. Atravesaron Alemania, Hungría y los Balcanes, creyendo siempre que la ciudad próxima sería ya Jerusalén. Llegaron a Constantinopla, donde el emperador griego Alejo les facilitó buques para el paso del Bósforo. En Nicea fueron destrozados por los turcos seljúcidas. Pedro el Ermitaño y un reducido número de supervivientes regresaron a Constantinopla, donde esperaron la llegada de los caballeros cruzados.

A estas masas indisciplinadas sucedió después la marcha de los ejércitos. Calculan los historiadores que se movilizaron 100.000 caballeros y 600.000 infantes. Emprendieron la marcha formando cuatro grupos o ejércitos, constituidos por los nobles de Europa entera, acompañados de sus vasallos. Entre ellos descollaban el normando Bohemundo y su primo Tancredo, el guerrero más brillante de aquella expedición; el conde Raimundo de Tolosa, los condes de Flandes, Blois y Valois; el duque de Normandía y Godofredo de Bouillón, a quien acompañaban sus hermanos Eustaquio de Bolonia y el intrépido conde Balduino. Al frente iba el legado del Papa, Ademar de Monteril, obispo de Puy, que ostentaba la dirección espiritual de la Cruzada.

Los cruzados se dieron cita frente a los muros de Constantinopla. Alejo I era en aquella época el emperador de Bizancio y temeroso de aquellas bandas de "bárbaros" los transportó a la ribera asiática, comprometiéndose a facilitarles provisiones a cambio del juramento de fidelidad, es decir, que les investiría de las tierras que ganasen a los turcos. Éstos se hallaban muy divididos, por lo que Nicea pronto sucumbió a los ataques de los cristianos. Seguidamente conquistaron Dorylea y Antioquía, siendo luego sitiados en esta localidad por 200.000 turcos al mando de Kerboga, general del califa de Bagdad. La ruina del ejército cruzado parecía inminente; Godofredo, impelido por el hambre, había sacrificado sus últimos caballos. El descubrimiento de la Santa Lanza en la ciudad dio ánimos a los sitiados; las huestes cristianas salieron al encuentro de Kerboga llevando al frente la lanza con la que había sido herido el costado de Cristo y deshicieron aquel poderoso ejército.

Tras estas luchas sobrevino una epidemia que redujo el ejército cruzado a sólo 50.000 hombres. Avanzaron hacia Siria, continuaron por el Líbano y penetraron en Palestina. Al llegar a las proximidades de Jerusalén, los cruzados se arrodillaron para besar la tierra mientras exclamaban: "¡Jerusalén, Jerusalén!... ¡Dios lo quiere, Dios lo quiere!..." Los cruzados sitiaron la ciudad, construyendo grandes torres con ruedas para acercarse a las murallas; a pesar de la falta de agua prosiguieron las operaciones con entusiasmo; después de celebrar una solemne procesión alrededor de la ciudad y por el monte de los Olivos, comenzó el asalto dirigido por Tancredo y Godofredo de Bouillón, el día 15 de julio de 1.099. La matanza de musulmanes fue horrible y duró una semana entera.

Los Santos Lugares habían sido rescatados y se constituyó un Estado cristiano. La corona fue ofrecida a Godofredo de Bouillón (1.058-1.100) quien adoptó solamente el título de "Barón del Santo Sepulcro", puesto que no era propio llevar corona de oro en el lugar donde Cristo fue coronado de espinas. La caída de Jerusalén causó una alegría grande en Occidente por considerar el hecho como la victoria definitiva sobre el Islam. Desde entonces, el reino de Jerusalén fue el amparador de los peregrinos cristianos y las Cruzadas posteriores fueron suscitadas para defenderlo de los ataques turcos. Eran feudatarios del reino de Jerusalén los condados de Edesa y Trípoli, así como el principado de Antioquía. Para el mantenimiento de este reino era preciso dominar las ciudades de la costa mediterránea y los puertos de Siria. Las ciudades marítimas del Mediterráneo; Pisa, Génova, Marsella, Barcelona y Venecia, facilitaron naves y mantuvieron un activo comercio gracias a las facilidades que recibieron por parte de los cristianos de Tierra Santa, quienes concedieron acuartelamientos, almacenes en los puertos, privilegios aduaneros y exenciones de impuestos. De este modo, en las sucesivas Cruzadas, el interés comercial pesó tanto como el religioso.

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